Encuentro el recorte del diario que hace seis años le robé a mi abuelo del segmento de viajes, mientras leía "Tiempo Argentino" y no puedo creer que ese sueño se materializó hace menos de una semana. Es que estuve ahí.
Del otro lado del mundo; en el continente más grande de todos; con una diferencia horaria de más de diez horas. Tan y tan lejos de casa, pero tan y tan cerquita de Dios.
Los olores son fuertes y desagradables, provenientes de los canales que se alimentan del "río de los Reyes", el Chao Phraya.
El tráfico infernal, con avenidas larguísimas donde conviven motos, autos, taxis de colores amarillos y verde, cual bandera de Brasil o de color rosa Barbie, con los “tuc tuc” tan típicos del lugar. Una ciudad tan inmensa que alberga 10 millones de habitantes y yo que no hago más de dos cuadras caminando y pierdo totalmente la orientación. Sin GPS en mano, es imposible volver al punto de partida.
Puestos callejeros de comida, donde nada se desperdicia, desde fideos de arroz con verduritas, hasta grillos o escorpiones fritos como si fueran snacks bien crocantes
Personas de ojos achinados, piel trigueña y sonrisa blanca que achica aun más esas miradas descalza caminando por la calle, como quien está en la comodidad de su patio, camina deprisa y hasta parece más perdida que yo en este lugar.
Fuera de todo ese caos, estoy feliz. Es que camino por las calles de Bangkok.
Tal como lo describe el título de ese artículo del diario de mi abuelo: "Bangkok: donde espera un Dios en cada esquina"; así es como se vive cuando se está en la capital del país tailandés. Todo ese caos se desvanece al momento en donde uno decide entrar a uno de sus gigantes y hermosos templos. Verdaderos refugios de calma donde el tiempo mismo parece detenerse. El corazón queda mudo.
La paz de los monjes budistas, vestidos con esas túnicas largas de color naranja hasta los pies, es transmitida al mismo instante en el que emiten ese saludo que uno trata de imitar, donde se juntan las manos en forma de plegaria, bajada de cabeza, mirada a los ojos y sonrisa directa al corazón.
Flores de todos los colores inundan cada espacio y templo de oración. Los olores a incienso abundan el lugar y el silencio pasa a ser la mejor de las melodías. Las figuras de 8 budas en todas las posiciones posibles, uno por día de la semana y uno por partida doble los días miércoles, son lo más parecido a figuras de dioses que nos observan con esa mueca al mejor estilo Mona Lisa, que en el fondo uno sabe que es más sonrisa que falta de expresión.
Conociendo el día exacto de la semana en el cual nacimos, podemos saber que buda nos corresponde y con ello descubrir más sobre nosotros mismos.
Es imposible no sentir serenidad estando ahí dentro. Uno respira, como si pudiera guardar esa mezcla tan exquisita dentro de uno y no hace más que agradecer el poder haber llegado hasta allí, tan lejos de casa.
Día, atardecer y noche, Bangkok es increíble.
Fuera de lo muchos puedan objetarle, representa como muy pocas ciudades en el mundo, la realidad de todas nuestras vidas; y es que no importa que tan caótico, ruidoso, acelerado pueda ser nuestro mundo afuera, dentro nuestro alberga otro mundo donde encontramos todo lo esencial, lo puro, lo genuino. Ambos mundos conviven en nosotros. Ambos mundos son necesarios para nuestro perfecto equilibrio.
Siempre y cuando queramos y nos tomemos el tiempo necesario para entrar (con los pies descalzos y el corazón abierto), fuera de la religión que uno profese, siempre encontraremos en el interior un poquito de esa paz que todos en el fondo buscamos, esa que solo podemos escucharla cuando hacemos el silencio necesario para hacerlo.
Y, ¿es que acaso no somos eso? ¿Paz y Caos? ¿Serenidad y ruido?¿ Calma y Movimiento?
Mis días en esa ciudad me demostraron que somos eso y más. En nuestra propia vida, o en nuestro propio "rinconcito de mundo", convive todo eso y todo eso, es necesario para nuestra propia evolución como seres que buscan trascender más allá de su existencia o nuestro simple paso por la tierra.
Somos como la capital tailandesa; como la "ciudad de los Ángeles". Esta en cada uno de nosotros encontrar ese punto perfecto entre la puerta del templo y la salida a la calle. Ni muy adentro, ni muy afuera, para lograr ese equilibrio necesario en cada uno de nosotros. Así como la vida misma; así como mis días en Bangkok...