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Atardecer de despedida

Actualizado: 30 jun 2021

30 de Octubre de 2016 – 4:45 p.m.


Siguiendo las líneas naranjas, llegué finalmente al Castillo de San Sebastián. Todo ese camino fue un viaje a través del tiempo por esa ciudad amurallada. El castillo se encontraba dividiendo el mismo océano, pero de un lado, la playa era una pileta de agua calma, botecitos y gente jugando. Del otro, el viento soplaba con mucha fuerza, haciendo que las olas, rompieran en esas piedras. Y en medio de ambos, ese baluarte medieval. Como si separara dos mundos, dentro del mismo mar.



Quedaban unos cuantos minutos hasta mi encuentro con Julien, pero la historia de mi abuelo y su amor andaluza ocupaba toda mi cabeza. Lo que acababa de vivir era tan fuerte, que no podía dejar de pensar en ello, ni en la carta que tenía en mi mochila.


Me senté en una de las piedras, del lado turbulento del castillo y empecé a leer la carta. El sol ya empezaba a ocultarse y me di cuenta que estaba presenciando uno de los espectáculos naturales más hermosos de ese rinconcito del mundo en el que me hallaba.


Mi abuelo no me dejó volver a ver esa carta, pero recuerdo todavía el escrito del cual Héctor hablaba. Se trata de una partecita del libro Rayuela, de Julio Cortazar, que mi abuelo le regaló antes de irse de España.


La gente ya se amontonaba en el puente del castillo para ver el atardecer, y yo no podía dejar de llorar.

Estando ahí, imaginé a mi abuelo, a la misma edad que yo ahora, contemplando el otro lado del océano. Cuántas veces habrá perdido su mirada en el mar pensando en su amor, a la otra orilla, esperando que alguna vez el volviera para proponerle una vida juntos.


Las gaviotas sobrevolaban el mar y quise ser cualquiera de ellas, con la libertad de quien todos los días podía ser testigo de esos hermosos atardeceres, donde el sol, como una bola de fuego, se pierde en el horizonte. Ir y volver a cada lugar que marcó nuestro corazón, sin importar los kms, que marcan las distancias físicas entre nosotros.


Ese castillo representaba el equilibrio entre los dos mundos que habitan en cada de uno de nosotros. Entre la paz y el caos. Acaso el amor, ¿no era eso también?


La historia de mi abuelo me llevó a pensar en todos los amores que ese puerto de Cádiz había atestiguado. Cuántos marineros llegaban sin saber que en esas tierras, mujeres hermosas habitaban esa parte del mundo y con quien vivirían atardeceres como esos, para luego tener que volver a sus hogares sin saber si lo que vivieron fue real o solo un sueño de adolescentes. Cuántos de esos marineros habrán sido valientes y habrán vuelto a Cádiz a buscar a sus amadas, o más aun, cuántos no habrán vuelto a sus tierras, adoptando como nueva casa a esa hermosa ciudad gaditana.

¿Podía yo juzgar a mi abuelo por cobarde, por no haber vuelto nunca más a Cádiz? Podía juzgar a Lola por haberlo esperado tanto tiempo en vano?

¿Cuántas promesas de amor podemos hacer que luego se romperán. Cuántos juramentos se hacen los amantes de dos mundos y hemisferios completamente diferentes por reencontrarse en algún momento de sus historias, pero al volver a casa todo aquello se desvanece, porque la realidad se declara como vencedora de nuestros miedos por aventurarnos en todo aquello que desconocemos?


Me quedé con ese atardecer de Cádiz, guardadito en mi corazón.


Nunca me encontré con Julien. Al llegar al puerto de Santa María pude ver cinco veleros partiendo y supe que ya estaba dejando Cádiz.

De vez en cuando me sigo despertando sobresaltada por las noches, pensando en que hubiera sido.


Quizás algún día lo sepa. Quizás algún día, si es que vuelvo a Cádiz.


Fin.

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